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miércoles, 23 de marzo de 2011

El salto del renacuajo

Breviario


El salto del renacuajo
Juan Manuel Pombo

Un recorrido por la biblioteca de su infancia lleva al autor a volver sobre ese punto en que los libros convierten a los niños en lectores.

No se recuerda con suficiente frecuencia que los niños son un invento que apenas si tiene un par de años más que el bombillo o el avión. En la vida real de la burguesía europea ya bien consolidada del siglo XIX, y en la mayoría de sus novelas, los niños eran sobre todo un asunto de nodrizas y tutores cuando no de la servidumbre a secas. Ahora, en aquellos hogares en donde no había con qué, pues los niños eran trasunto de niños, niños fending for themselves, como los de Dickens, es decir, valiéndose por sí mismos contra viento y marea... algunas veces con la ayuda de sus madres y pare de contar.
De alguna manera me parece que bien se le puede atribuir a Freud el descubrimiento (o invento) simultáneo tanto de los niños y la infancia como del inconsciente. Él los puso en el mapa. Y hoy ocupan un verdadero continente, si no, que lo digan las casas editoriales y Disney, los psicólogos y terapeutas, los dueños de jardines y pre-pre-escolares y hasta las clínicas de estimulación temprana para prenatos. La industria de la infancia quizá todavía no mueva los trillones astronómicos que mueven las de las drogas, las armas y el petróleo, pero debe andar muy a la par de las industrias de confección y los electrodomésticos.

Dicho lo anterior, valga agregar que estoy convencido de que el interés por la infancia que ha mostrado el hombre durante los últimos ciento y pico de años ha sido un paso importante en nuestro perenne afán por salir de la caverna y pasar a la luz: la seguridad con la que, hoy por hoy, las criaturitas de siete años o menos preguntan, opinan, defienden, marcan e invaden territorios, imponen regímenes alimenticios y de toda otra índole, dan saltos mortales y montan en patineta, contestan al teléfono, manejan computadores y celulares, etc., francamente me deja estupefacto. Por no hablar de que el 70% de los libros que veo rodando por ahí en los pisos de apartamentos y casas, en los anaqueles de las bibliotecas privadas y en algunas de las públicas, en las guanteras y asientos traseros de los carros y hasta en las manos de niños y madres que en la otra empuñan ositos de felpa o arrastran un coche ergonómico y un perro, son libros infantiles. Por cada cuarenta cuentos de hadas y diez aventuras de Harry Potter, apenas si se cruza uno por ahí con una novela de alguno de los adultos implicados escrita por Dostoievski, Tolstói o Flaubert.

Cosa que me lleva a pensar que la primera generación de lectores colombianos en serio, y que se ha venido gestando en los últimos treinta años resultado del esfuerzo conjunto de abuelas y abuelos de avanzada; madres y padres ansiosos; editoriales progresistas, comerciales o piratas; autores buenos, regulares y malos; propaganda, inercia, ignorancia etc., dará fruto en los próximos diez o quince años.
Ahora bien, lo garantizo, esto no se traducirá en mejores seres humanos, ni siquiera en mejores ciudadanos; está visto que es posible conmoverse hasta las lágrimas oyendo el Mesías de Handel mientras se observa una cola de hombres, mujeres y niños famélicos ingresando a hornos crematorios muy sofisticados. Pero también garantizo que serán colombianos entre los cuales pronunciar la palabra “hecatombe” no será una “hecatombe” y por lo tanto el debate, cualquier debate, político, social, económico, deportivo o estético será mucho más elaborado que el discurso al que nos tienen acostumbrados nuestros actuales políticos y periódicos... y todos, políticos, prensa y radio tendrán que hacer algo si no quieren ser arrojados al Hades de la insignificancia, el desinterés y el olvido. Será una generación entera que despachará un periódico como los que hoy circulan en este país en los siete u ocho minutos que en verdad merecen y les corresponden.
Sin embargo, esa futura primera generación de colombianos lectores, no se le deberá del todo a Freud y a los departamentos y secciones de literatura infantil de editoriales y bibliotecas. En el proceso de gestación de un lector siguen cumpliendo un papel de primerísima importancia la mayoría de las madres, quienes nos enseñan la parla. Me es fácil imaginar, hace cuarenta mil años, una madre saliendo de una antigua y oscura cueva, con un crío de la mano que apenas si le llega a las rodillas, prestando genuina atención a los gruñidos del renacuajo... tal y como lo hacen hoy en los parques urbanos. Porque es en esa temprana transacción que el verbo se transmite y se hace carne. Las palabras, antes que nada, son ruido, sonido. El primer embrujo con las palabras, condición sine qua non del buen lector, proviene de la recitación oral de poemas infantiles, trabalenguas y adivinanzas. El placer que hoy me da la lectura, se lo debo, para empezar, a mi madre repitiendo los tres tristes tigres comiendo trigo en un trigal, recitando los versos enigmáticos del renacuajo paseador con un amigo que rabia de calor (creo que este último verbo lo llegue a entender como tal solo hasta después de haber devorado Los hermanos Karamazov) y los versos tristes del payaso Garrick; mi madre, cantando en los viajes por carretera la vaca lechera y allá en el rancho grande donde hacían calzones que empezaban de lana y terminaban de cuero.
Así fue la cosa: del trabalenguas y Rin Rin Renacuajo a los viajes de Marco Polo en una edición ilustrada a todo color que ya podía gozar con cierta autonomía de vuelo, y de allí a Corazón de Edmudo de Amicis y las aventuras de los Hardy Boys y toda la colección de Tintín. Punto en el cual se llega a otra encrucijada vital en la gestación del verdadero, del buen lector: el salto mortal a la novela adulta de gran envergadura. En mi caso personal el feliz trampolín fue Demian, de Herman Hesse. Aquella lectura fue Troya para mi alma, que acto seguido pasó al Lobo estepario, al Juego de los abalorios y Siddharta y Crimen y castigo y ya el camino no tuvo regreso. Demian no llegó por mi madre ni mi padre ni los profesores del colegio; cayó en mis manos gracias a un amigo sin más propósito que, quizá, escandalizarme... o por puro azar, que es como yo creo que de ahí en adelante más o menos nos siguen llegando los libros hasta el final de nuestros días. Esa encrucijada, ese salto mortal, depende, como en cualquier deporte, de la temperatura medioambiental, la humedad, la hora del día y la presencia de unas cuantas páginas capaces de darnos un tremendo revolcón. Y generalmente ese salto se da (o no se da) entre los doce y los catorce años... el inicio de la bigotación.
Se me antoja una biblioteca de textos exclusivamente escogidos para ofrecer en ese justo momento y lugar, para que el preadolescente ligeramente inquieto cierre los ojos, estire el brazo, saque uno y mire a ver cómo le va. Claro, allí tendría a Demian... e, imagino ahora, una colección de fragmentos puntuales tomados de las grandes novelas con ese propósito. Publicaría, solo, el capítulo de Los hermanos Karamazov en el que Aliosha, ese ángel, visita la casa del niño que le arrojó una piedra. Es una bomba emocional y un fragmento casi del todo autónomo. Las tres veces que lo he leído he llorado como cuando leí Corazón solo que cada vez más, mucho más viejo... y siempre quedo de nuevo reconciliado, por un rato, con mis entrañas y la humanidad.

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